Visité ayer las esculturas monumentales de Richard Serra en la primera planta del museo Guggenheim de Bilbao.
Es la tercera vez.
Es una experiencia que siempre me impacta emocionalmente. Una experiencia sensorial, meditativa, casi zen. Experimentar, simplemente, cómo las placas de acero modifican mi sensación del espacio.
De la estrechez a la apertura. De la luz a la oscuridad. De la claustrofobia a la liberación.
Los colores y tramas del óxido. Rojos, cafés, azules. Las cúpulas blancas diseñadas por Frank Gehry.
Ayer sentí en el centro del pecho la angustia de un miedo personal y primigenio: ser encerrado. Pensé en ese capítulo de Belle y Sebastian que me aterrorizó cuando era niño: el protagonista queda atrapado en una cueva submarina. Pensé en ese cuento de Poe que me produce pesadillas: el falso reportaje sobre personas que fueron enterradas vivas. Pensé en lo que me sucedería si me secuestraran en una cajuela.
Pero luego el pasadizo se abre hasta el corazón de la escultura: un espacio abierto, luminoso que te expande y te hace mirar hacia arriba.
Ayer pensé, si embargo, en por qué la obra se llama «La materia del tiempo». Esto no va del espacio, pensé, sino del tiempo. De la velocidad de cada persona, de su predisposición, de sus trayectorias. Al ver cómo corrían los niños y niñas entre las placas, pensé cuánto lo disfrutarían mis hijos. Qué diferente sería.
Me hizo pensar en libros que sean así. Abiertos a las trayectorias y tramas de cada lector.
Y también pensé que parte de la obra es el recuerdo y la recreación. Ésto.
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