Colección de Lecturas Mexicanas, editada por la SEP

La colección de Lecturas Mexicanas es una biblioteca dispersa por muchos los momentos de mi vida; no necesariamente los leí, pero eran libros que siempre estaban ahí. Cuando en tercero de secundaria la maestra Xochitl nos hizo leer Pedro Páramo, yo llevaba la edición del FCE —la del gallito garabateado—, pero algún compañero llevaba la edición de Lecturas Mexicanas. Y muchos años después, en la carrera, cuando leímos Las buenas consciencias, ahí estaba la edición de Lecturas Mexicanas. Y también estaban en los anaqueles de las incontables de librerías de viejo que he recorrido en la calle López Cotilla, en Guadalajara, en Donceles, en la Ciudad de México, e incluso en la cuesta de Moyano, en Madrid. En los puestos ambulantes afuera del Teatro Juárez, en Guanajuato; enn la biblioteca del Misión de Bachajón, en Chiapas; en el desaparecido Instituto Libre de Filosofía, en Guadalajara. En la casa de mi suegra. Y en el departamento en el que había una fiesta de quién sabe quién.

Puedo cerrar los ojos y ver de memoria el lomo de esos libros, esa tipografía en color rojo que con el tiempo se tornaba rosa, mayúsculas para el apellido del autor, minúsculas para el título, número de la colección, el sello de la SEP.

Eso era Lecturas mexicanas. Una gigantesca biblioteca diseñada para dispersarse y para inundar todo mi mundo.

Las muertas, Jorge Ibargüengoitia

En la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, antes de que se construyera el moderno edificio nuevo, donde ahora hay un Starbucks, había una estantería circular con ejemplares de Lecturas mexicanas. Costaban diez pesos. (No me acuerdo si de los nuevos o de los viejos). Escogí dos: El garabato, de Vicente Leñero, y Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia.

Portada de Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia, en la edición de la serie Lecturas Mexicanas
Portada de Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia, en la edición de la serie Lecturas Mexicanas

Otro día podría hablar de Vicente Leñero; hoy sólo hablaré de Las muertas. Sólo diré que cuando se publicó mi primera novela, La caída de Cobra (Tusquets, 2016) hubo gente que dijo que era una novela negra. Y como yo no sé muy bien qué es una novela negra y mucho menos si la mía lo era, pregunté: ¿Las muertas es una novela negra? ¿Los albañiles es una novela negra? Sí, me dijeron. Ah, entonces la mía también.

De Ibargüengoitia yo había leído Los pasos de López, Maten al león y Dos crímenes en las famosas ediciones de Joaquín Mortiz, con portadas de Joy Laville. Pero lo que encontré en Las muertas lo superaba. Ahí estaban el mismo humor, la voluntad desmitificadora, la ligereza en su mejor sentido; pero la historia que a la que Ibargüengoitia había echado el ojo era mucho más extrema. ¿Cómo podía contarse algo tan sórdido, desde ese punto de vista? ¿Cómo podía conciliarse algo así? Yo no lo sabía. (Aún no lo sé.)

Tomada de uno de los más sonados casos de nota roja de los años sesenta —el de las Poquianchis, unas matronas que regenteaban un prostíbulo en San Francisco del Rincón, Guanajuato, en cuyo corral se encontró una fosa con los cadáveres de 80 mujeres, 11 hombres y varios fetos—, la novela tiene la virtud de alejarse de la crónica periodística para construir una una realidad paralela.

Como en toda la obra de Ibargüengoita, aquello que llamamos realidad está ahí, en el fondo, pero desdoblado. Se parece, pero no es. La novela está construida sobre el lenguaje de un expediente judicial de un crimen —y cualquiera que haya leído un mamotreto de esos sabe que los expedientes judiciales no son un relato sobre unos hechos, sino una puesta en escena verbal en la que confluyen el lenguaje oral de los testigos, la presión invisible del que hace hablar (por medios legales o ilegales) y la jerga legaloide de jueces y ministerios públicos, todo contado por una especie de demiurgo invisible, que es el secretario del juzgado, quien tiene el poder exclusivo de convertir la oralidad en letra, y por lo tanto, de otorgarle el poder de ser verdad.

Sólo Ibargüengoitia podía reconstruir esta amalgama y convertirla en un entramado sobre la violencia, el culto a la personalidad, la lambisconería, la ignorancia, la hipocresía, la doble moral, el cochupo, la politiquería, el machismo y la sensibilidad melodramática. Cada vez que termino de leer Las muertas me queda la sensación de que el mal no es producto de algún principio extraordinario, sino está hechos de pequeñas cosas estúpidas, como el orgullo, la necedad o la ignorancia.

A menudo fantaseo con lo que Ibargüengoitia habría podido hacer con nuestra historia reciente. ¿Se imaginan a Las muertas en los tiempos del huachicol, los feminicidios generalizados y las dos mil fosas clandestinas?

Pero eso nos toca narrarlo a nosotros, me temo.

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[La parte de este texto sobre Las muertas se publicó hace unas semanas en el suplemento El Cultural del diario mexicano La razón, como parte de un recuento de la influencia de esta mítica colección editorial en escritores mexicanos de la generación de los setenta.]

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José Miguel Tomasena

Escritor, periodista, profesor universitario. Autor de El rastro de los cuerpos (Grijalbo, 2019) , La caída de Cobra (Tusquets, 2016). Co-guionista de Retratos de una búsqueda. Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí en 2013 por ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway (Paraíso Perdido, 2018). Investiga formas de socialización lectora en internet.