Antes se llamaba Parador de San Javier, y fue en un viaje familiar con Enrique el de las Barbas, que andaba con bastón y contaba historias sobre Guanajuato, como la del hombre que se cayó en una alcantarilla enfrente de la plaza del Baratillo y después de ser arrastrado por los túneles del drenaje, salió, vivito, en el otro extremo de la ciudad; o sobre los bailes de salón que la burguesía porfiriana organizaba en las minas de plata, a los que asistían señoritas con vestidos afrancesados y jovenazos con barbas peinadas a la Maximiliano; historias sobre la inundación de 1902, de la que aún se conserva el recuerdo con unas placas pegadas en algunas fachadas: «Hasta aquí llegó el agua».
Yo no me acuerdo bien. Dice mi hermano que ha de haber sido en ese viaje, antes de que nos mudáramos a León, y antes de que los patos se cambiaran a Monterrey. ¿Poco después de la muerte de Mami? El punto es que nadábamos en la alberca del Parador San Javier, en el que había un pequeño tobogán en el que nos deslizábamos, los primos. A los tíos les daba por cargarnos en hombros, el cuerpo sumergido hasta el pecho, y jugábamos caballazos.
El Pato nos tomaba fotos con una cámara Polaroid. Fotos instantáneas. ¿Cómo, instantáneas? Sí. ¿No hay que llevarlas al laboratorio a revelarlas?
El Pato tomaba una foto de aquel pequeño tobogán, construido sobre un montículo artificial, y luego sacaba la película por delante de la cámara y nosotros esperábamos, esperábamos, hasta que la imagen se iba haciendo nítida en aquel pedazo de papel que el Pato abanicaba entre los dedos para acelerar el revelado; con la otra mano sostenía la cámara a unos centímetros del agua.