Durante las últimas semanas de lectura conjunta #MobyDick2022, una de las cosas que más me ha fascinado es cómo Melville gestiona la intensidad narrativa alternando información enciclopédica, exhaustiva, lenta, con momentos en de acción, velocidad, dramatismo.
Tarda un capítulo para describir minuciosamente cada una de las vueltas que da la cuerda del arpón dentro del bote, de qué fibras está hecha, cómo debe enredarse. Y en el capítulo siguiente esa cuerda adquiere una tensión de vértigo durante la cacería de un cachalote: el arponazo, la lucha, las lanzas agujerando al animal herido, los coletazos, la agonía y la sangre tiñiendo las aguas…
En otro momento está hablando de la anatomía de una ballena que cuelga del mástil, del enorme depósito de grasa que parece un tonel, del procedimiento para extraer la grasa poco a poco, con una cubeta, y de pronto Tashtego cae de cabeza dentro de la ballena, el monstruo se tambalea, se rompen las amarras, el bicho cae al mar, Tashtego se hunde dentro de ese sarcófago natural, Quiqueg se lanza al agua, abre un boquete con una espada, y como si practicara una cesárea, toma al compañero de la cabeza y lo rescata.
Desde el punto de vista narrativo, a mí me fascina esa administración de la intensidad. Como esa lección que Nirvana aprendió de los Pixies: lento y suave primero; estridente y rápido después.
Lo técnico a veces tiene intensiones dramáticas; otras, es puro exceso, capricho. Por eso Moby Dick es total: puede tratar de la representación de las ballenas en el arte, de la historicidad del relato bíblico de Jonás o la comparación anatómica entre el cachalote y la ballena franca.
Es una clase magistral sobre qué es narrar.