Una de las formas supremas de gozo intelectual consiste en aprender todos los detalles y datos inútiles alrededor de las obras que amamos. Es una forma de prolongar el placer. (Aunque en el fondo, sobre todo si hablamos de arte, sabemos que el gozo es efímero).
Cuando jugaba basquet en la secundaria, no sólo veía todos los partidos de Jordan y compañía, sino que coleccionaba cartitas, me sabía el nombre de todos los jugadores de aquella generación mítica. Sabía en qué universidad habían estudiado, cuántos puntos por partido promediaban, cuántas asistencias, cuánto ganaban por año. Quién era el lider de la NBA en rebotes (Rodman) o en bloqueos (Mutombo). Y no hablo sólo de Larry Bird, Magic Johnson, Karl Malone, Charles Barkley o Isaiah Thomas, sino de todos: ¿quién recuerda a Rod Strickland, Larry Johnson, Mookie Blaylock o a Detlef Schrempf? Yo quería saberlo todo, porque eso potenciaba el disfrute.
Nunca he sido demasiado fan de la ciencia ficción ni de la fantasía épica, onda Star Wars, El señor de los anillos, Star Trek o Pokemón, pero supongo que los fans experimentan el mismo tipo de placer al memorizar datos inútiles sobre estas sagas como el que yo obtengo al memorizar los nombres del primer quinteto de Miles Davis (y del segundo y el tercero), o al saber que Eddie Vedder y Stone Gossard compusieron Daughter en un autobús durante la gira de Ten, o que John Lennon inventó Dear Prudence porque una hermana de Mia Farrow se la pasaba encerrada en el ashram de Maharishi Mahesh Yogi en la India, o que en la grabación original de Heroes, de David Bowie, Robert Fripp tocaba la guitarra…
A veces, el placer que produce este conocimiento es más intenso que la experiencia directa. El logos aplasta la aprehensión.
Hace unos años intenté leer Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas y no me gustó, porque no conocía a los autores de los que hablaba. Sentía que Vila-Matas me pendejeaba por inculto. ¿Cómo que no sabes quién es Robert Walser? Vamos, ni siquiera sabía quién era Bartleby. Mi falta de experiencia directa me impedía gozar de las elaboraciones posteriores. Vila Matas es el ñoño de la «alta literatura». Con el tiempo, he aprendido a quererlo.
Todo esto es para decir que he estado leyendo dos biografías sobre dos creadores que me encantan: Leonard Cohen y Phillip Roth. Ambos los compré de oferta en la librería Índigo de Toronto cuando estuve presentando Retratos de una búsqueda en HotDocs. El primero es un libro con harta fotografía, escrito por Harvey Kubernik. Se llama Leonard Cohen: Everybody knows y en la portada aparece un elegantísimo Leonard con sombrero y un pulsera con imágenes del Sagrado Corazón y la Virgen María; la segunda es una biografía más extensa, con puro texto, que se llama Roth Unbound, escrita por Claudia Roth Pierpont (lo del apellido es casualidad: no son parientes), en cuya portada aparece Roth que ya estaba medio calvo pero al que aún no le salían canas.
Como biografías, quizá ninguno de los dos libros sea lo más excelso del mundo –ninguna alcanza a problematizar a fondo la personalidad del creador, ambas están constuídas en un rígido orden cronológico a partir de sus obras–; sin ambargo, me han regalado una infinidad de datos inútiles sobre sus vidas, como el amor de Cohen por las islas griegas, donde tuvo una casa austerísima en la que escribió muchas cosas, o el hecho de que Roth solía cenar varias veces por semana con Harold Pinter cuando vivía en Londres mientras estuvo casado con Claire Bloom.
Los libros me han abierto la puerta a comprender cómo han convertido su experiencia en literatura, y cuán disciplinados, aventurosos y audaces han sido.
Pero sobre todo, me han dado unas ganas espantosas de oir todos los discos de Cohen, de releer sus poemas basados en los salmos bíblicos y de clavarme en las fuentes de su peculiar misticismo —There is a crack, a crack, in everything / That’s how the light gets in–, de volver a la trilogía de Zuckerman de Roth, sobre todo The Ghost Writer y The Counterlife, en la que ensaya audaces juegos de espejos sobre la realidad y la ficción, el yo y el otro, la historia y la ficción. ¡Cómo termina por volarme la cabeza!
Supongo que toda la ñoñería, todo el bluff , todo el coleccionismo y toda la palabrería posterior sólo tiene sentido si nos regresan al gozo original: la de disfrutar sus obras.
Hola Tomasena: Es un placer leerte. Sobre todo por la ausencia total de mamonería en tus entradas. Gracias, son refrescantes, inteligentes, informativas. Hace algunos años, leí «Patrimonio» de uno de tus favoritos. Te confieso que «no me encantó», pero pensé que era muy respetable la necesidad de expresar la confrontación de vérselas con un padre enfermo terminal… Aún no me acontecía a mí, pero tarde o temprano «el libro da con su lector» y hace poco volví sobre la novela. Por supuesto que fue toda otra experiencia. Un par de semanas atrás, terminé «Pastoral Americana». Nuevamente el señor Roth se ha vuelto un reto. Percibir cómo pasa de lo que parece una intrascendente experiencia «gringa», a detonar situaciones del comportamiento humano que nos determinan, definen, explican, dan sentido o sin sentido a lo que hacemos. Las máscaras que usamos o la pretensión de quitárnoslas para acercarnos a los que amamos… en fin. Esto. Ya sabes. Además de la fascinación por los juegos de metaficción de los narradores. Interesantísimo. Volveré sobre ella y tal vez, la audacia me llegue hasta completar la trilogía. Te mando un abrazo, y gracias de nuevo por compartir.
Si te gustó Pastoral Americana y quieres más, ya estás infectada con el virus de Roth. Te recomiendo la trilogía empaquetada como «Zuckerman encadenado», en la que Nathan es mucho más que un narrador contando las desventuras de un tercero (El sueco Levov). Ahí está Roth en su máximo esplendor, ficcionalizando todo y burlándose de la manera en que los lectores solemos confundir a los autores con los narradores. Y luego andamos reclamándoles sobre la moralidad de sus personales. Ahí Roth es un salvaje.
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