Leonard Cohen fans. Foto by Marc Cornelis; Licence CC by 2.0 https://flic.kr/p/dTx46Q

Últimamente despierto con noticias terribles: que en Colombia ganó el No, que ganó Trump, que Leonard Cohen ha muerto.

Aunque, a decir verdad, la muerte de un artista bien vivido no es una noticia terrible. (Las otras sí). Pero quiero decir que algo íntimo se rompe cuando recibes una noticia así.

Cuando le dieron el Nobel de Literatura a Dylan, yo me alegré mucho. Porque hay artistas que nos han enseñado que la literatura comenzó como canción hace miles de años. En medio de los alegatos, hubo gente que dijo que Leonard Cohen también merecía el Nobel. Y sí, podría ser. Pero el Nobel nunca ha sido un concurso de popularidad.

Aunque yo creo que la influencia de Dylan en la cultura popular estadounidense –y por obra del poder global, en el mundo entero– es mayor, yo tengo una relación más íntima con Leonard. Quizá porque viene de la tradición judeocristiana, como yo, quizá porque siempre hace un esfuerzo por trascenderla, quizá por su distancia sofisticada o por su peculiar sentido del humor.

Así es que propongo un brindis.

Propongo un brindis por The Future, por su lucidez apocalíptica  y por sus espantosos arreglos ochenteros, de los que me burlé a rabiar en los años noventa, cuando mi profesor de Historia de la Cultura, Adam Iwinski, nos puso la versión remasterizada de Metrópolis, de Fritz Lang, sobre la que sonaba la voz de cavernosa de Leonard.

Brindo por First we take Manhattan, que fue la primera canción de Cohen a la que realmente puse atención cuando escuché la versión que R.E.M. hizo para un disco homenaje.

Brindo entonces por el disco definitivo, que es el primero, que es uno de los discos más perfectos, más sobrios y más conmovedores que yo he escuchado, porque ahí entré al laberinto de una Susana medio loca, junto al río, que te alimenta con naranjas y té, y que luego deviene en Jesús el marinero, que caminaba sobre las aguas, se refugiaba en una torre de madera y tenía por cierto que sólo los ahogados pueden verlo.

Salud por los créditos iniciales de Natural Born Killers, cuando un escorpión camina sobre el asfalto de una carretera en el desierto y Leonard canta Baby, I’ve been waiting, I’ve been waiting night and day…

Brindo por Anthem, que tan a menudo me acompaña cuando hay noticias de masacres y naufragios:

I can’t run no more
with that lawless crowd
while the killers in high places
say their prayers out loud

Y porque Leonard, cantando sobre un coro gospel, me devuelve la amarga esperanza:

Ring the bells that still can ring
Forget your perfect offering
There is a crack in everything
That’s how the light gets in

Brindo por su roto Halleluja, que sonó el día de mi boda  y por el que una sacristana que se creía dueña de la iglesia regañó al pianista «porque no era canción de misa».

Digo salud por Dance me to the end of love,  por su recuerdo de Janis («We are ugly but we have the music…»), por su famosa gabardina azul, por su pequeño vals vienés (y de paso, por la versión de Enrique Morente) y por sus últimos tres discos, y finalmente, brindo por If it be your will y por la versión de Antony en el documental I’m your man, cuando canta al cielo esa plegaria desgarrada:

And draw us near
And bind us tight
All your children here
In their rags of light
In our rags of light
All dressed to kill
And end this night
If it be your will

Siempre me hace llorar:

Niños. En harapos de luz. Vestidos para matar.

So long, Leonard.

 

 

 

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José Miguel Tomasena

Escritor, periodista, profesor universitario. Autor de El rastro de los cuerpos (Grijalbo, 2019) , La caída de Cobra (Tusquets, 2016). Co-guionista de Retratos de una búsqueda. Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí en 2013 por ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway (Paraíso Perdido, 2018). Investiga formas de socialización lectora en internet.