Entonces empezaron a aparecer fosas. Una, dos, quién sabe cuántas fosas perdidas en medio del desierto y que se convirtieron en un manantial interminable de cuerpos. La tele y los periódicos actualizaban cada media hora la cifra de muertos. Treinta y siete, cincuenta, ciento treinta y dos… El número caducaba tan rápido como la información, porque cuando los reporteros transmitían el último dato, ya había aparecido otro. Y luego otro. Y otro. Luego hallaron otra fosa a doscientos metros, y luego otra en el rancho vecino, así es que los muertos se nos fueron amontonando hasta que ya no sabíamos cuántos eran, mucho menos quiénes, cuándo, por qué, y los forenses, que aparecían en la tele vestidos con trajes blancos de astronauta, siguieron explorando los límites del Universo, y la podredumbre hizo imposible distinguir cuál era cuál, y todo se convirtió en un flujo interminable de coxis, fémures, vértebras y cráneos que manaban milagrosamente del desierto.

Los cuerpos se amontonaban junto a las fosas como la tierra que se extrae al cavar, de modo que era inevitable preguntarse qué maquinaria había sido necesaria para abrir sendos boquetes, y cómo habían desplazado tanta tierra sin que nadie se diera cuenta, y a dónde había ido a parar. Quizá la vendieron como grava y arena para construir el rascacielos más alto de América Latina, un foro para conciertos de Paul McCartney, estadios panamericanos, la nueva sede del Senado, segundos pisos, monumentos por el Bicentenario.

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José Miguel Tomasena

Escritor, periodista, profesor universitario. Autor de El rastro de los cuerpos (Grijalbo, 2019) , La caída de Cobra (Tusquets, 2016). Co-guionista de Retratos de una búsqueda. Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí en 2013 por ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway (Paraíso Perdido, 2018). Investiga formas de socialización lectora en internet.