Entonces empezaron a aparecer fosas. Una, dos, quién sabe cuántas fosas perdidas en medio del desierto y que se convirtieron en un manantial interminable de cuerpos. La tele y los periódicos actualizaban cada media hora la cifra de muertos. Treinta y siete, cincuenta, ciento treinta y dos… El número caducaba tan rápido como la información, porque cuando los reporteros transmitían el último dato, ya había aparecido otro. Y luego otro. Y otro. Luego hallaron otra fosa a doscientos metros, y luego otra en el rancho vecino, así es que los muertos se nos fueron amontonando hasta que ya no sabíamos cuántos eran, mucho menos quiénes, cuándo, por qué, y los forenses, que aparecían en la tele vestidos con trajes blancos de astronauta, siguieron explorando los límites del Universo, y la podredumbre hizo imposible distinguir cuál era cuál, y todo se convirtió en un flujo interminable de coxis, fémures, vértebras y cráneos que manaban milagrosamente del desierto.
Los cuerpos se amontonaban junto a las fosas como la tierra que se extrae al cavar, de modo que era inevitable preguntarse qué maquinaria había sido necesaria para abrir sendos boquetes, y cómo habían desplazado tanta tierra sin que nadie se diera cuenta, y a dónde había ido a parar. Quizá la vendieron como grava y arena para construir el rascacielos más alto de América Latina, un foro para conciertos de Paul McCartney, estadios panamericanos, la nueva sede del Senado, segundos pisos, monumentos por el Bicentenario.