En los últimos días he estado en promoción de mi primera novela, La caída de Cobra. Como creo que lo peor que puede hacer un escritor es dar demasiadas explicaciones sobre sus libros, decidí leer estos breves cuentos (o estampas) que, en algún sentido, podrían estar relacionadas con mi novela. Corresponde a los lectores sacar las conclusiones que quieran…
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David Lurie, un profesor universitario en Ciudad del Cabo, establece una relación ambigua con una de sus alumnas. La chica podría ser su hija y tiene un novio de su misma edad, pero es bellísima, y David, que es un ferviente lector de Lord Byron, siente que una musa terrible se apodera de él. Eros, eros, el dios griego del deseo.
Así es que David, que hasta hacía poco había sostenido la placentera costumbre de acostarse cada semana con una prostituta fina y discreta, hasta que echó a perder la relación cuando intentó saber un poco más de ella, descubrió que era madre de dos y provocó un encuentro “casual” en el supermercado. Ella va con dos niños, se ofusca, lo esquiva y a partir de ese día se niega a volver a verlo.
David, convencido de que sufre un rapto erótico, como sugieren sus lecturas de Byron, invita a la chica a su casa. Cenan. Beben mucho. La muchacha parece resistirse, dura, pero finalmente cede y se deja querer. En el último momento, poco antes de que la penetre, David alcanza a oír un débil no, y el cuerpo de la chica se tensa y deja de corresponder a sus caricias, pero el deseo, Lord Byron, el rapto, eros, eros…
La historia la cuenta un voz que está muy cerca de David, una tercera persona que no es exactamente él pero que percibe todo lo que él percibe y siente todo lo que él siente y que comparte la sorpresa de David cuando Melanie esquiva sus llamadas y se ausenta de clases durante las siguientes semanas, que comprende que David sea tolerante con ella y que también se indigna cuando David es acusado de acoso sexual y sometido a un proceso inquisitorio, cruel y parcial por parte de un comité universitario formado exclusivamente por mujeres.
Un lector distraído seguramente se indignará con David (y con la voz) y respaldará la dignidad con la que el profesor se niega a disculparse, incluso cuando su puesto de profesor universitario esté en cuestión. ¿O es que el culpable ha de admitir el escarnio público por un delito que no ha cometido?
Coetzee pudo haber elegido la primera persona para contar la historia: habría construido una novela sobre la infidencia del narrador, como Otra vuelta de tuerca o Lolita, una novela sobre la imposibilidad de acceder a lo que llamamos mundo o realidad más allá de la percepción de un sujeto.
Pero al ser narrada por una tercera persona que puede entrar a la consciencia de David y también describir lo que sucede fuera de ella, Desgracia se convierte en una novela sobre los puntos ciegos de la percepción, sobre lo que David no puede —o no quiere— ver. Y sobre esta ambigüedad está construida la ironía de la novela: David puede ser víctima de las circunstancias. O quizá, pero esto nadie lo puede saber, quizá es en realidad el causante.
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