A veces yo sólo quiero a los cuentistas, así es que me rehusé a sacar de la biblioteca una novela de Eduardo Halfon, Monasterio, porque yo quería los cuentos, quería latigazos breves para mi ánimo disperso, mi ánimo de novelista cansado al que le ilusiona volver al cuento y que tiene por ahí un montón de trabajos a medias, ideas en racimos o en constelaciones o en campos gravitacionales que orbitan de una historia a otra, como parte de un sistema narrativo en constante expansión, como el de Halfon, que dice que su obra es un intento por capturar una única historia que se mueve cada vez que se cuenta, que evoluciona lentamente y que aparece aquí y allá, desde la memoria de un narrador que supuestamente es él y que va cruzando referencias de un cuento a otro –hablo de Siñor Hoffman, los cuentos, que compré en una librería en Gracia– que pueden ser anecdóticas, como un viejo Saab azul destartalado, o nucleares, como las referencias al muro del gueto de Varsovia, donde vivía su abuelo, un joven de 19 años que fue detenido por los nazis y llevado a un chingo de campos de concentración, en los que sobrevivió gracias a un boxeador polaco. Cada cuento funciona como una unidad, vamos, y hay unos muy buenos, como Bambú, que ya había leído en no sé qué revista, o como Han vuelto las aves, que me recordó mucho la historia de Capeltic, pero que sobre todo me hizo pensar en una solución técnica para un cuento en proceso, y que en el fondo no es un invento de Halfon, sino de Hemingway, aunque en el fondo tampoco lo es, porque es un recurso tan viejo que ya lo usa el narrador del Génesis y que consiste en que lo más importante nunca se cuenta.
No recuerdo dónde lo dice, en cuál cuento o en cuál libro, porque después de terminar los cuentos volví a la biblioteca, convencido de que a este cuentista también había que conocerlo como novelista, lo que echa por tierra toda esa mierda de mi ánimo cansado y disperso y saqué Monasterio, que empieza con la historia de dos hermanos guatemaltecos que llegan a Israel a la boda ortodoxa de su hermana, pero Halfon dice que nunca planifica sus libros y escribir es dejarse llevar, la novela se convierte en una variación de la historia del abuelo judío que a los 19 años fue detenido por los nazis y llevado a un chingo de campos de concentración, del que salió vivo gracias a un boxeador polaco, y se cuentan otras historias, como el reencuentro con una azafata de Lufthansa a la que le gustaba que le mordieran los pezones, y duro, y se pasea por los barrios de Jerusalén y por los muros que separan Israel y Palestina y el mar muerto, y al final la novela no es lo que parecía ser, sino otra cosa, la misma pero distinta, porque el presente determina el pasado y no al revés, como decía Borges. Estas obras de Halfon me han hecho recordar que escribir es encontrar una forma para una historia que también se está buscando. Sí, hay trucos, hay redes de seguridad; pero no son un camino seguro sino una dirección aproximada, una orientación. Y por eso creo que hay que soltar más, perderse, como el día que improvisé una historia para E., una historia sobre un oso que quería cocinar espagueti a la carbonara pero no sabía cómo, así es que fue a preguntar la receta a una anciana del tamaño de una ardilla. ¿Sabe usted la receta del espagueti a la carbonara?, preguntó el oso. Y la vieja respondió: ¡Biriguiridirití! E. se rió mucho. Así es que repetí: ¡Biriguiridirití!, haciendo un gesto de contracción con la punta de los dedos, y E. volvió a reírse, y como el oso no entendía, tuvo que conseguir un micrófono para grabar la voz de la anciana del tamaño de una ardilla y reproducir su voz a una velocidad más lenta y volumen más alto con unos audífonos, hasta que pudo comprender que la viejita del tamaño de una ardilla decía ¡Con leña, con leña!, y el oso se quitó los audífonos, porque no creía lo que acababa de oír y, además, él sólo tenía estufa de gas, pero la anciana del tamaño de una ardilla insistía: ¡Biriguiridirití! y E. volvía a carcajearse y yo me sentí Charlie Parker delirando por encima de los mortales, en un vagón del metro de París, como en el cuento de Cortázar, sin saber de dónde había salido la idea de una anciana del tamaño de una ardilla, y del sonido, y de la solución narrativa del micrófono y los audífonos. Pensaba (pienso) en el misterio de la invención, del juego y de las asociaciones libres, y sentí que volaba, mientras el oso que quería cocinar espagueti a la carbonara iba a buscar leña con el oso de otro cuento que había sido acusado de derribar árboles para construir aviones de papel en uno de los cuentos de Oliver Jeffers que tanto le gustan a E., y este giro de la historia por supuesto que le interesó mucho, hasta que a mi me dieron ganas de construir tres chozas en lugar de seguir jugando, porque el swing es efímero y preciso, y ninguna grabación puede hacerle justicia.
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