Tenía las mejores credenciales, pero por el azar o por capricho, no había leído Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé. Y he aquí que, la tarde que llegué a mi nueva casa en Barcelona, entre muebles viejos, lámparas de imitación rococó, una televisión-mueble inservible, ceniceros de cristal soplado que parecían esculturas futuristas de La naranja mecánica y una pila de libros desechables, había una humilde copia de la novela de Marsé en una de esas colecciones de puesto de periódicos con cubierta de plástico café imitación piel.
No creo en el destino, pero sí en el azar. Así es que seguí la oportunidad. Y de inmediato me sedujeron el Pijoaparte y Teresa, y ese juego de espejos distorcionados tan propios del enamoramiento, en el que cada quien ve en el otro lo que desea. Y más aún: la Barcelona de Marsé se metió a la ciudad que yo iba conociendo, tan modernita en apariencia, y los conflictos de clase del franquismo tardío me parecían vivos en el contexto post-electoral de una Cataluña volcada en el debate de la identidad más que en el de la justicia.
Y luego, en mi clase de catalán elegí hacer una exposición sobre Marsé y encontré fotos, entrevistas, notas, mapas, guías para recorrer sus barrios. Y supe más cosas de él, y me cayó mejor.
Así es que seguí, y me leí Ronda del Guinardó, deslumbrado por la fiereza de su prosa y por sus personajes y por eso que en literatura parece fácil pero que en realidad es una proeza: levantar un mundo en 120 páginas. No falta ni sobra nada. Y cada palabra, cada frase, está puesta ahí para machacar, para golpearte con el sabor a tierra de un país en ruinas.
Una joya más en mi colección de miniaturas perfectas: Bartleby el escribiente, La presa, El baile, El corazón de las tinieblas, La metamorfosis, El apando, Pédro Páramo.
Así es que la fiebre Marsé comienza. Y promete convertirse en la obsesión de la temporada.
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Pijoaparte, Teresa, qué personajes. Una de mis novelas favoritas. Mi novela favorita en Barcelona. Una vez fui a buscar el bar Delicias, y ahí estaba…
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