El otro día hablaba con un maestro de fotografía sobre la inutilidad de enseñar la técnica. Que si el diafragma, que si la velocidad. Esas cosas se aprenden relativamente fácil, decía. Cualquiera puede hacerlo. Hasta hay tutoriales en YouTube. Lo que hay que procurar, lo que te puede hacer un fotógrafo genial, lo que nadie te enseña ni te puede enseñar, es quién eres y qué miras. Qué te obsesiona, qué te inquieta. Quién eres.

En la mente retorcida de este fotógrafo, a los chicos que quieren ser fotógrafos habría que ponerlos a leer y discutir filosofía, literatura, arte, habría que hacerlos caminar, observar, viajar, bombardearlos con preguntas…

En esos días, estaba yo leyendo el diario que Werner Herzog escribió mientras rodaba Fitzcarraldo en la selva amazónica en Perú. No sólo tiene uno de los mejores títulos de libro —Conquista de lo inútil, sino que es el vivo ejemplo de lo que él decía: durante las más de trescientas páginas, casi no se habla de cámaras, ni de luces, ni de actores ni del vestuario, sino del sonido de la selva, de la vida de las serpientes y de los moscos, de las arañas, monos, larvas, hormigas, caimanes, cerdos, iguanas, vacas, de la vida de los indígenas de la zona –machiguengas y campas–, y de las lianas, los helechos, los árboles, el sonido de la selva, el sonido de los hachazos y las motosierras derribando árboles.

Herzog describe cómo es vivir bajo la lluvia durante tres semanas y que tu ropa nunca se seque, y que te piquen los moscos y te den altas fiebres; escribe sobre el desgaste de los zapatos, el nivel del agua que sube y baja, sube y baja, sobre la muerte de las personas, sobre una amenaza de guerra entre Ecuador y Perú, sobre mujeres que mueren en el parto, sobre cuerpos arrastrados por el afluente del río y varados en dunas de arena, hinchados.

Todo se pudre en la selva.

Todo es un disparate, inútil: pasar un barco por arriba de una montaña. No usar efectos especiales, ni trucos de Hollywood. Hacer que pase. Aunque cueste un dineral, aunque sea impráctico, aunque cueste vidas. Hay que hacerlo.

En algún momento, alguien llamado L. le sugiere aplanar un poquito el monte, para que no sea tan difícil pasar el barco. Herzog escribe:

Le he dicho no lo permitiré porque perderíamos la metáfora central de la película. Metáfora de qué, me ha preguntado. Le he dicho que eso no lo sabía, solo que era una gran metáfora. Que quizá no era más que una imagen que dormita en todos nosotros, y que yo soy solo el que la pone en contacto con un hermano al que todavía no había conocido.

Una gran metáfora cuyo sentido desconocemos.

En otro momento, Herzog escribe que le acaban de notificar que hay un problemón con uno de los barcos de la película, y que eso puede retrasar el rodaje más de un mes. ¡Un mes! Es un desastre desde el punto de vista práctico, así es que la jefa de catering se ha puesto a llorar, es un desastre. Y de pronto, punto y aparte:

“Dos preocupaciones extemporáneas en medio del tumulto de la reorganización: cómo se explica que el latín no haya dejado huellas en Germania, al sur de los limes, pero sí algunas tan duraderas en la lengua inglesa, aun cuando allí la ocupación romana fue mucho más fugaz. E igualmente: las estrellas que se alejan de nosotros casi a la velocidad de la luz, ¿no es evidente que vienen rumbo a una colisión con nosotros, así como en la realidad matemática un tiro que recorriese el globo terráqueo debería darnos la espalda?”

¿Quién diablos escribe así?

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José Miguel Tomasena

Escritor, periodista, profesor universitario. Autor de El rastro de los cuerpos (Grijalbo, 2019) , La caída de Cobra (Tusquets, 2016). Co-guionista de Retratos de una búsqueda. Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí en 2013 por ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway (Paraíso Perdido, 2018). Investiga formas de socialización lectora en internet.

Un comentario en “Werner Herzog: Conquista de lo inútil

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