Dicen que un mago no debe revelar sus trucos, ni un poeta explicar sus versos, pero yo quiero escribir sobre la mezcla de estímulos detrás de «El último zumbido de las moscas», un cuento mío que acaba de publicar la revista Vice México.
1. En algún lugar escuché a alguien decir que, según cálculos de no se qué científico, al planeta le quedaban setenta años de vida. Uff, qué suerte, para entonces ya habré muerto, pensé. Pero luego recordé que mi esposa estaba embarazada. Si este científico tuviera razón, mi hijo pertenecería a la última generación de seres humanos. (O a la penúltima, máximo). Por su edad, tendría muchas posibilidades de presenciar el fin de la especie.
2. En uno de los ensayos de Francisco González-Crussí publicados en el libro Notas de un anatomista, hay una fascinante disquisición sobre las larvas y moscas que se crían en los cadáveres. El libro lo encontré en una de esas mesas de remates en la librería José Luis Martínez del FCE y me costó veinte pesos. Recuerdo que esa deslumbrante descripción me hizo imaginar que esos bichos sobrevivirían al último de los hombres.
3. Desde que las vi por primera vez, las imágenes de Nueva Orleans inundada por el huracán Katrina me perturbaron. Y las fotos de Villahermosa inundada. Y las fotos del tsunami de Sri Lanka en 2004, sobre el que Emmanuel Carrere ha escrito un libro espléndido: De vidas ajenas). Me perturbaron como sólo pueden perturbar las imágenes: se metieron a mis sueños.
4. Lo de Balam es un chiste privado. Tan malo –tan críptico o tan negro– que no le ha hecho gracia a los que podrían entenderlo.
5. Este simpático video, que he usado en clase para explicar el concepto de creencia de José Ortega y Gasset, en realidad está relacionado con uno de mis miedos más profundos: ser deglutido por algo que está debajo del agua (un hoyo, una coladera, unas algas submarinas). Probablemente esté relacionado con un episodio de Belle y Sebastian que me aterrorizó cuando era niño, en el que el protagonista es deglutido por una corriente submarina cuando está nadando en el mar y queda atrapado dentro de una cueva, a punto de ahogarse.
6. Poco antes de murarme a mi actual casa, una tormenta derribó un eucalipto de treinta metros de altura sobre un coche. También se llevó de corbata otro árbol más pequeño –una Primavera de esas que florean amarillo– y los cables cables de la luz y del teléfono . Recuerdo haber visto el coche hecho mierda, con una zanja en el techo y los vidrios estrellados, cubierto por un plástico azul de esos que venden en el tianguis. El lugar debe estar maldito, porque en ese mismo estacionamiento se han robado dos coches Tida, supongo que para convertirlos en taxis.
7. Cuando tenía siete o ocho años y empecé a tener tareas de «investigación» en enciclopedias, mi padre resolvió que era mejor comprar toda la Colección Sepan Cuántos de la Editorial Porrúa. Con pasta dura. Así llegaron a mi casa más de 450 tomos de obras clásicas, que contenían todos los libros que necesitaría en mi juventud. Desde Salgari, Dumas y Stevenson hasta los Diálogos de Platón, el Martín Fierro y La metafísica de Aristóteles.
A menudo pienso que el destino inevitable de todos los libros es su desaparición. Una visión similar, que me vino mientras visitaba una librería de viejo, inspiró otro cuento mío, publicado en Luvina, titulado El Olimpo.
Imaginar que esos libros sirvan para cocinar los últimos alimentos del mundo me hace pensar que la literatura puede ser útil para algo.