Estaba yo en una librería, perdiendo el tiempo, viendo qué, y me topé con el libro de Knausgård del que mucha gente hablaba. (Mucha gente es en realidad un puñado de revistas, cuentas de Twitter y críticos literarios que atiendo).
Que el tal noruego se había planteado escribir seis libros, a los que tituló provocativamente «Mi lucha», en los que básicamente se dedicaba a contar su vida, sin inventar ni anestesiar.
¿Novela real? ¿Autobiografía radical?
Más por curiosidad que por interés, lo abrí. Me senté en un sillón.
El libro abría con la escena de un viaje familiar: el padre, la madre y tres niños pequeños. En carretera. Y todo el vértigo de vivir bajo el yugo de un infante, todos los berrinches y los pañales y los conflictos de pareja silenciados y esa frustración cotidiana de no poder hacer lo que nos place.
Era como si estuviera hablando de mi. De mi.
Regresé el libro a la estantería y me prometí leerlo. En ese momento no tenía dinero (era diciembre), mi lista de lecturas pendientes era enorme (todavía lo es, de hecho) y, por ñoñería promedio, me dije que si iba a leer un hexalogía sobre la vida de un escritor noruego, no iba a empezar por el segundo tomo.
Un mes después encontré La muerte del padre en una librería del Defe.
Lo leí en unos días. Me impresionó la forma de dar sentido a los detalles mínimos de la vida, la sombra del padre, que es un tema universal en la literatura y, sobre todo, la devastadora descripción de los preparativos del funeral. Terrible, terrible.
Sí, en realidad era una novela que podría haber tenido muchos menos páginas, que se podría haber concentrado en los elementos más dramáticos de la historia. Pero el libro no era eso. Y era claro que tantas páginas de descripciones banales tenían que tener un sentido. Había una voluntad deliberada por trasgredir lo que entendemos por una novela, por ficción, por agilidad narrativa. Me gustaron especialmente las descripciones de paisajes, sobre todo en medio de conversaciones. (Knausgård insiste una y otra vez en lo importante que es la pintura para él, en especial la pintura de paisajes).
Y por todos lados había muerte. Era una novela sobre la mortalidad, sobre cómo vemos la vida desde el umbral de la muerte, y ese es un tema que me interesa mucho, un tema sobre el que he pensado y escrito y vivido mucho últimamente, así es que al terminar comprendí la frase de Zadie Smith que la editorial Anagrama había colocado convenientemente en la contra-tapa: «Necesito el próximo volumen como una dosis de crack«.
Inmediatamente compré el segundo tomo, Un hombre enamorado, volví a comenzar la escena del viaje familiar frustrante, pero esta vez seguí leyendo. Un escritor treintón, con tres hijos, está constantemente emputado porque quiere escribir y no puede. Tiene que cambiar pañales, entretener a sus hijas, lidiar con sus berrinches y sus cambios de humor, preparar su comida, limpiar los platos. Y si no escribe, pasarán los años, muy rápido, se hará viejo, morirá sin conseguir lo que ambiciona.
¿Dónde había visto yo algo así?
Ya sé que Nabokov decía que los lectores que se identifican con los personajes son unos pendejazos. Y los que se identifican con los narradores, peor. Pero yo tenía la sensación de que esta novela hablaba de mi, de mis problemas, de mis frustraciones, de mis fobias y mis broncas. ¡El bato terminaba gritando cuando no puede armar muebles de IKEA!
Me hizo recordar que cuando tenía 16 o 17 años, fui con unos amigos a un concierto de Santa Sabina en un auditorio sindical en Irapuato. Abrieron los Garigoles, pero eso no viene al caso en esta historia, sino que, cuando tocó Santa, yo tenía a Rita Guerrero a unos quince o veinte metros y ella me miraba fijamente a los ojos. ¿Rita me estaba viendo? ¡Sí! Luego, durante alguna parte instrumental, Rita se despegaba del micrófono, bailaba, interactuaba con los músicos, movía su panderito, y volvía al micrófono a cantar y me miraba.
A mí.
Yo no lo podía creer. Estaba excitado, emocionado, loco. ¡Rita, mi amor!
Al final del concierto le platiqué emocionadísimo uno de mis amigos lo que me había pasado, pero él me dijo que estaba pendejo, porque Rita lo había estado viendo a él. Directamente a los ojos. Como si estuviera cantando a él. Otro de los amigos dijo lo mismo: Rita no nos miraba a nosotros, sino a él. Sólo a él.
Al principio discutí, luego perdí un poco el entusiasmo. Al final me dio risa. Lo que hacía que Rita Guerrero fuera una frontwoman excepcional no era tanto su voz (era bastante buena, aunque había mejores), sino su capacidad para hacer que sintiéramos que sus canciones no estaban dirigidas a una masa, sino a cada uno. Y poco después, cuando vi una caricatura o un video en el que Rita aparecía con los ojos de hipnotizadora, como Kaa, la seductora serpiente que embrujaba a Mowgli en El libro de la selva, comprendí que todo se reducía a un truco muy básico: Rita hacía bizcos.
Knausgård es igual. Deslumbra, hace que sientas que está hablando de ti. El truco, que parece sencillo pero que en realidad es complicadísimo, consiste en extenderse con mucho más cuidado, detalle y agudeza de lo habitual en aquello que los demás obvian por ser «demasiado poco literario». Cómo es la tetera en la que bebe, por qué le gustan las guitarras eléctricas, qué es lo que tiene que hacer para esconder unas chelas que compró de contrabando cuando era adolescente, cómo se le retuercen las tripas y se le sube la sangre a la cabeza cuando su pequeña hija grita de determinada manera o se echa al piso en medio de un centro comercial, o cómo discute con su esposa sobre su madre y su suegra, sobre a quién le toca cuidar hoy a los niños, llevarlos al parque, o cómo es la convivencia entre adultos en una fiesta infantil.
No hay épica. Sólo que Knausgård lo describe como si fuera lo más original y profundo del universo. Hace bizcos, pues.
Un comentario del narrador, casi al final del segundo tomo:
No sólo tenemos acceso a nuestra propia vida, sino a casi todas las vidas que existen en nuestra civilización, no sólo tenemos acceso a nuestros propios recuerdos, sino a todos los recuerdos de esta jodida cultura, porque yo soy tu y tú eres todo el mundo, venimos de lo mismo, vamos a lo mismo, y por el camino todos oímos lo mismo en la radio, vemos lo mismo en la televisión, leemos lo mismo en los periódicos, y en nosotros está la misma fauna de rostros sonrientes de personas famosas. Aunque tú estés en un minúsculo cuarto, en una minúscula ciudad a miles de kilómetros de los centros del mundo, sin encontrarte con una sola persona, su infierno es tu infierno, su cielo tu cielo, sólo tienes que reventar ese globo que es el mundo y dejar que todo lo que hay en él se esparza por los lados.
(Un hombre enamorado, pag 596)
Si quieres leer más:
- La reseña de James Wood sobre La muerte del padre, en The New Yorker.
- Un comentario de Alejandro Gándara: le produce ganas devomitar y aplaudir «con una sincronía deleznable».
- Sobre el precio que Knausgård ha tenido que pagar por ser tan hocicón. (The New Republic)
- Una reciente entrevista con Knausgård en El País: “Yo soy simple, pero mi literatura no lo es”
- Una foto muy sexy de Rita Guerrero.
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