Photo by Kwanz, by CC. Attribuition. Polanoid.net

Estos textos son una expansión de “Siete preguntas al sensei en turno”, contenido en mi libro de cuentos ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway? (Ed. Paraíso Perdido, 2018). Aparecieron hace unas semanas en la revista electrónica Tres pies al gato, dirigida por el poeta Eduardo Padilla, genio.

El secreto del panadero

¿Cuál es el secreto del panadero?, dije. Y Raúl, encorvado como un caracol, habló con voz de tormenta: un verso del Piporro tiene más poder que todo el Tractatus.

¿Y la corteza?, le dije. ¿Cómo se le hace para que cruja?

Entonces echó el humo por la nariz y me miró, cara sexy quemada con ácido: ¿Lo preguntas porque escribo en el cielo y en el desierto? Y se quedó callado, sin sugerir si su silencio era un paréntesis o el final de la canción.

Me pareció un marakame sentado frente a un precipicio en la Sierra, con los pies cuarteados, mirando a las cabras que pastan en riscos imposibles.

¿En qué piensa?, pregunté.

Pero el marakame ni siquiera me volteó a ver.

La palabra cordillera es la cordillera de los Andes, dijo. Y el desierto es el desierto de Atacama.

Se había doblado hacia delante, el peso de su cuerpo sobre sus piernas recogidas, en posición de cagar. Así siguió, contemplando en silencio el abismo.

¿Conoces el sueño ¿No ves, padre, que estoy ardiendo?, escuché. O creí escuchar.

No, dije.

Es un sueño clásico escrito por Freud, dijo. Yo una vez intenté cegarme, como Edipo, dijo. Yo una vez escribí el nombre de Dios en el cielo, dijo. No hay por qué, entiéndelo. Sólo hay fuego y ácido, ardor.

El Evangelio según san Raúl, bromeé.

¡Eso!, se rio. Y luego sonrió, pleno de Parkinson. Escribe desde el borde de la locura, dijo.

Lalo Cura, volví a bromear, pero él tronó la boca con desprecio: ¡Sea serio, hueón! La imagen puede ser muy directa, pero nada significa nada. Volvamos al sonido, paralahuita, balbuceos de niños, ritmo de canción de cóndor, paralahuita, que no sólo de logos vive el hombre, un golpe de bádminton concentra más amor por el mundo que todo tu esfuerzo.

***

A crack in everything

Yo llevaba una paloma muerta en las manos. Blanca. Y entraba a una casa en una montaña con vistas al imponente azul Mediterráneo, una casa de paredes blancas, sin cuadros ni muebles. En el último cuarto estaba él, sentado en flor de loto sobre un tapete de Teotitlán del Valle.

Abrió los ojos y me miró.

Disculpe la interrupción, dije.

¿Qué pasó con la paloma?, me preguntó. ¿Tú la mataste?

No sé, dije meneando la cabeza. There is a crack in everything.

Sentí que él se reía, aunque sus labios apenas se movieron. ¿Cómo puede una carcajada ser tan discreta?

Estoy cansado de mendigar consejos que sólo sirven para cambiar el tiempo de los verbos, dije. Llevo muchos años intentándolo, pero a nadie le importa lo que escribo.

¿Sabes tocar guitarra?, me dijo.

Dos tres acordes, dije. Nada serio.

¿Y quién dijo que se necesita ser serio?

Sonreímos en perfecta sintonía, pero luego no sabíamos qué decir y el silencio se hizo incómodo. Él permaneció en flor de loto. A veces parecía un espía esperando una llamada. A veces parecía un loco. A veces, simplemente parecía un tipo aburrido.

¿Qué crees que signifique la paloma muerta?, me preguntó.

Yo me encogí de hombros. Y después de un rato, dije:

¿Qué he perdido el rumbo? ¿Que ya no tengo arraigo? ¿Que se me ha muerto Dios?

Vamos, dijo. No seas patético.

Es verdad, agaché la cabeza. Pero seguí diciendo en voz alta:

¿Que las llamas de la estupidez y la miseria me están quemando las barbas? ¿Que tejí pulseras que se convirtieron en grilletes? ¿Que necesito un café? ¿Que colgué mi piel en un armario y ahora me arde todo? ¿Que me equivoqué demasiadas veces? ¿Que lloro sin saber por qué? ¿Que no puedo recordar lo que me lastimó, que perdí la señal del inconsciente y que confundo mi plato con el de mi perro?

Leonard me escuchó, impasible. Luego se puso de pie y le tronaron las rodillas. Ya nada es como antes, bromeó.

Pero tienes más de ochenta años y aún podrías seducir universitarias.

Ya deberías saber que eso no tiene ningún mérito, me respondió.

Suenas como libro de Carlos Castaneda, dije.

Ojalá, dijo Leonard. A don Juan no le tronaban los huesos cuando deambulaba con los cuervos.

***

Más información sobre mi libro ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway?, aquí.


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José Miguel Tomasena

Escritor, periodista, profesor universitario. Autor de El rastro de los cuerpos (Grijalbo, 2019) , La caída de Cobra (Tusquets, 2016). Co-guionista de Retratos de una búsqueda. Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí en 2013 por ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway (Paraíso Perdido, 2018). Investiga formas de socialización lectora en internet.