Ayer vi un documental que se llama Una banda llamada Death, de Mark Covino y Jeff Howlett, que describe un fenómeno fascinante y recurrente que también retrata Searching for Sugar Man: la de un músico que fracasa en su intento por conseguir notoriedad pero luego es re-descubierto. En este caso, una trío proto-punk de Detroit (la misma ciudad de Rodríguez: otra coincidencia), formado por tres hermanos: Death.
La historia es muy emocionante, como dice Henry Rollins en un momento de la película. Seguramente le encantaría a Henry Jenkins; es el tipo de historias sobre las que él teoriza: muestra cómo una comunidad de fans y coleccionistas, que tienen su propia red de comunicación, sus propios códigos de valoración y su propia identidad construyen un circuito alternativo al mercado de los grandes medios y consiguen volver valioso algo que estaba en la basura. (En términos de Chris Anderson, encontró su lugar en un pequeño nicho de mercado: The Long Tail). La historia no es nueva. De hecho, es un clásico: un artista genial y desdichado que no consigue la notoriedad que se merece, hasta que el tiempo pone todo en su lugar. Podría ser John Kennedy Toole, Vincent Van Gogh, Robert Johnson o Kafka. Son historias increíbles, que engrandecen el mito del artista fiel a su visión, contra las mareas de su época (y que está emparentada con otro capital social propio de las industrias culturales, que es el de haber sido el «descubridor» de un genio: el mecenas, el editor o el productor discográfico).
En tiempos de globalización, de internet, este relato se volverá cada vez más importante, porque nos venden el mito de que no se necesitan millones para destacar, sino tener una visión propia y muchos huevos. Do it yourself. Muy punk el pedo. Cualquier puede hacer una película con su celular, o grabar un disco genial en la sala de su casa, o publicar su propio libro en Amazon o convertirse en genio del microrelato en Twitter.
El problema es que con la bajada de los costos de producción y el desplazamiento de los intermediarios que decidían qué se publicaba y qué no, aumenta exponencialmente la oferta, al grado que vivimos en el páramo de la abundancia, en la que ya no estamos ciegos porque todo sea oscuro, sino porque hay demasiada luz y todo se esconde por acumulación, como en los libros de ¿Dónde está Wally?
Es por eso que nos emociona tanto la historia de que en cualquier momento y en cualquier lugar puede haber una joya desconocida esperando ser descubierta. En medio de este mar de creadores, aumenta la posibilidad de que por ahí haya Kafkas, Robert Johnsons, Van Goghs y bandas geniales como Death… Pero también aumentan las posibilidades de que nadie se dé cuenta o de que a nadie le importe.