Infierno. Internet Archive Book Images. CC 2.0 https://flic.kr/p/ouiPAe

En los últimos días he estado en promoción de mi primera novela, La caída de Cobra. Como creo que lo peor que puede hacer un escritor es dar demasiadas explicaciones sobre sus libros, decidí leer estos breves cuentos (o estampas) que, en algún sentido, podrían estar relacionadas con mi novela. Corresponde a los lectores sacar las conclusiones que quieran…

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Aterrizó en México y se enteró de que en el penal de Topo Chico, en Nuevo León, habían asesinado a los líderes del autogobierno, también conocido como la gerencia, la sociedad, el sindicato, la familia, la hermandad, la mano que mece la cuna, los perrones, los dueños de la cancha, los dueños del balón, los dueños del congal. Los socios, los chidos, los meros meros, los chipocludos, los rifados, los precisos, los jefes, la ley.

Y supo que a uno de los chidos le decían El Maruchan, y que una noche caminaba hacia su celda, para dormir, y que le cayeron diez tipos, liderados por El Gery, y que lo picaron con una punta fabricada dentro del penal.

Que todo lo habían grabado las cámaras de seguridad, dijo el procurador, dijo Milenio.

Que todo fue porque las autoridades retomaron el control del penal después del motín de febrero, en el que murieron calcinados más de cincuenta presos.

Que gracias a la autoridad, El Maruchan ya no podía extorsionar ni amenazar ni cobrar por cualquier cosas.

Y que por eso lo bajaron. Su misma gente.

Pensó entonces en aquel pequeño párrafo de su novela, la novela que venía a presentar, en la que se da cuenta del lenguaje que usan los medios para hablar del asesinato del Borrego:

“ […] la noticia salió en la tele: una riña entre bandas rivales del crimen organizado había dejado un saldo de un interno muerto y un número considerable de heridos en el penal de Boca Chica. En la pantalla, imágenes de las torres del penal, los muros grises, camionetas azules patrullando, policías con ametralladoras. Y el procurador diciendo que investigarían, el director diciendo que investigarían, derechos humanos diciendo que investigarían”.

Anticipó que en las entrevistas le preguntarían si su novela era en algún sentido premonitoria, y él diría que no: que desde hace veinticinco años se sabe que las cárceles en México son un infierno, el peor de los infiernos, y que había informes de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, trabajos de académicos como Guillermo Zepeda Lecuona, Miguel Sarre, Elena Azaola o Layda Negrete e incluso investigaciones periodísticas como las que Julio Scherer publicó a finales de los noventa, principios del dos mil: Cárceles y Máxima Seguridad.

Y recordó la sensación recurrente que tuvo mientras escribía la novela, cuando leía las crónicas de las cárceles salvadoreñas de la Sala Negra de El Faro, o noticias como la fuga masiva de Zetas en Gómez Palacio, la sensación recurrente de que el mundo abyecto sobre el que él estaba escribiendo en realidad era mucho peor, y que la degradación de las cárceles mexicanas, a las que no había vuelto en una década, era tan acelerada como la del país entero.

Y entonces, alguien le enviaba por WhatsApp una nota de El País sobre la cárcel de Piedras Negras, una historia que ya había publicado en febrero Sin Embargo: los Zetas habían usado el penal como horno crematorio para desaparecer a más de 150 personas.

Y entonces le volvía esa sensación recurrente por la que había escogido este epígrafe de J.M. Coetzee para abrir su novela:

“Uno se acostumbra a que las cosas sean cada vez más difíciles, ya no se sorprende de que lo que era todo lo difícil que podía ser pueda ser más difícil todavía”.

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José Miguel Tomasena

Escritor, periodista, profesor universitario. Autor de El rastro de los cuerpos (Grijalbo, 2019) , La caída de Cobra (Tusquets, 2016). Co-guionista de Retratos de una búsqueda. Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí en 2013 por ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway (Paraíso Perdido, 2018). Investiga formas de socialización lectora en internet.